Escribe: Ayelén Reyes
Desde
sus comienzos, la escuela siempre se ha establecido como un espacio de
aprendizaje en el que se vuelve indispensable la certificación de
saberes. En este sentido, distintas han sido las estrategias que se han
tomado para el cumplimiento de dicho objetivo. Podemos referirnos a las
políticas en torno a los contenidos a impartir, los diseños
curriculares, la construcción de la autoridad docente, entre otras
cosas. Todas ellas, en muchos casos, basadas en los requerimientos que
se imponían desde la sociedad o, mejor dicho, desde los requerimientos
que ciertos sectores sociales suponían adecuados para las generaciones
futuras. Bajo esta perspectiva, sería interesante pensar en qué lugar se
han encontrado y se encuentran aún hoy los niños y los jóvenes de
nuestras escuelas y cuál es el papel que desempeñan como partícipes del
acto pedagógico. Porque claro está que la posibilidad de construir
instancias de aprendizaje significativo radica en la importancia que se
les asigna a los alumnos como sujetos de aprendizaje y productores de
conocimiento.
El curriculum escolar
“Los
sistemas escolares surgieron en los siglos XVIII y XIX como respuesta a
las necesidades que los Estados tenían de regular y fortalecer sus
poblaciones, y de modelar y orientar las conductas de los individuos en
las nuevas condiciones políticas y demográficas europeas” (Palamidessi,
2006: p.132). En este sentido, preguntémonos en torno a nuestro
presente, al modo en que aún, en nuestro país, se perpetúa esta
concepción. Una primera mirada al respecto se encontraría ligada a los tipos de escuelas que pueden habitarse.
Discursivamente lo que se busca es una escolarización democrática, a la que todos puedan acceder, en la que no haya impedimentos para aprender. Sin embargo, sabemos que no es así.
No todas las escuelas son iguales. Y esto no se refiere al tipo de
orientación, sino al acceso a la educación. A primera vista, sabemos que
existen muchas instituciones estatales con grandes carencias a nivel
infraestructura, material pedagógico o sin los recursos adecuados para
hacer frente a las problemáticas sociales que atraviesan. Aquí, ya nos
encontramos con una decisión política en torno a la escolarización: la
falta. Una falta que no se refiere a la educación privada, a la que se
debe pagar. Una falta que posiciona el aprendizaje en un segundo plano,
donde los contenidos quedan desplazados y quienes debieran aprender
quedan relegados y cautivos de decisiones ajenas. No acceden a la
posibilidad de ser protagonistas. ¿Cuáles son los aprendizajes que
albergarán? Porque es probable que aquello que recuerden esté vinculado a
las carencias, a lo que no se puede.
Por
otro lado, podríamos hablar de los contenidos curriculares
específicamente. ¿Quiénes los construyen? ¿Con qué criterios? Con el
afán democratizador, un diseño curricular uniforme llega a las escuelas,
a todas. ¿Son tenidas en cuenta las singularidades de cada región? La
propuesta de un curriculum homogéneo nos muestra la falta de interés
social en quienes necesitan aprender. ¿Cómo pretender una misma caja
curricular, por ejemplo, en materia de lecturas, para toda una
población? Y más allá de esto, ¿en qué medida los intereses de los
estudiantes son tenidos en cuenta? ¿Cómo alentar el aprendizaje escolar
sino se contempla los deseos ajenos, las inquietudes? Es así como “el
origen de los conocimientos escolares termina estando fuera de su
ámbito. Su existencia se vuelve independiente a la institución educativa
y la escuela se transforma en distribuidor de conocimiento, más que un
fabricante del mismo” (Stenhouse, 1991, pp. 35-36).
Además,
es interesante reflexionar sobre la temporalidad del aula. Reconocer
las trayectorias teóricas y las reales. La escuela da cuenta de plazos
estipulados a cumplir. Quien no pueda recorrerlos queda fuera. Allí es
donde aparece la habilidad del docente para traducir los diferentes
niveles de aprendizaje de manera concreta en la programación, para poder
abarcar las trayectorias diferentes de quienes integran el aula, romper
con el orden único y reconocer las peculiaridades de cada sujeto. Sin
embargo, el tiempo vuelve a estar en su contra. Es necesario acompañar
las trayectorias de aprendizaje para que sean exitosas, pero ¿de qué
manera? Las aulas quedan a la deriva.
La evaluación
La
evaluación se configura como una forma de valorar el quehacer de los
alumnos. Pero, muchas veces, las prácticas evaluativas están ligadas a
la autoridad, a formas de control que afectan negativamente las
biografías escolares de los estudiantes, cuando debería poder entenderse
como una etapa formativa y enriquecedora. La evaluación es netamente
valoración, pero tiende a ser unilateral. Es decir que no pareciera
existir una instancia en la que los alumnos pudieran valorar y
resignificar lo realizado. Lo que queda es la calificación y allí se
agota.
Las evaluaciones debieran ser una instancia formativa. Los métodos evaluativos crean jerarquías, estereotipos y es por ello que se vuelve vital contemplar la evaluación bajo su aspecto formativo.
Sin embargo, para que esto suceda necesitamos que se construya una
verdadera “pedagogía diferenciada basada en una política perseverante de
democratización de la enseñanza” (Perrenoud, 1990: p.18). No una
democratización igualadora y uniformarte, sino una a la que le sea
posible incluir en la diferencia. La evaluación da cuenta de
una instancia clasificadora que encajona con criterios específicos, que
fija formas de medir el conocimiento. Sin embargo, es paradójico pensar
en parámetros restrictivos cuando las maneras de recorrer el aprendizaje
son tan diversas. Es paradójico ver cómo las maneras de evaluar se
repiten y, tal vez, ese modo no vaya en consonancia con el contenido.
Para los alumnos, reflexionar sobre el conocimiento producido por ellos
mismos es vital. Es necesario resignificar lo realizado para avanzar y
muchas son las veces que la escuela presenta la evaluación como momentos
aislados e inconexos. Para formar en la evaluación, debemos fomentar
etapas de trabajo colaborativo y de reelaboración. Podemos aprender de
manera autónoma, pero nos hallaremos más enriquecidos si aprendemos a
mirar al otro, a mirarnos entre nosotros.
Alumnas, alumnos y docentes: sujetos pedagógicos
Cuando
nos referimos a sujetos pedagógicos en general, la mirada se posiciona
sobre alumnos que exclusivamente se encontrarían aprendiendo,
construyendo el conocimiento. Sin embargo, esta mirada es errónea. La
tarea docente se desarrolla con el otro, y la del alumno también. Muchas
son las variables que necesitamos contemplar para pensar la educación
en la escuela. Hablemos, en principio, de entender la tarea docente como
de docentes y estudiantes. “Es decir, un trabajo sobre sus/nuestras
historias, sus/nuestros sueños, sus/nuestros miedos, sus/nuestras
historias familiares, etc.” (Frigerio, 2006: p. 323). La institución
escuela cree abarcar un saber consolidado sobre niños y jóvenes y brinda
a los docentes un plan a seguir con estructuras determinadas. Pero, en
el hacer cotidiano hay mucho más.
Comprendamos la práctica de enseñanza como una tarea que, continuamente, se proyecta sobre otro. Desde su comienzo, es un proceso colectivo.
Esto
da cuenta de la imposibilidad de constituirse en soledad, de un caminar
acompañado. El ámbito educativo materializa el interés por quien
aprende y sienta una responsabilidad sobre los docentes por los éxitos y
fracasos de sus alumnos. Porque tal como dice Carina Kaplan, dicha
tarea “implica desafiarnos a no mirar solo los resultados, sino a
analizar los pasos, las estrategias desplegadas para lograr el éxito o
el fracaso (…) Aproximarnos a los procesos que facilitan u obstruyen
ciertos rendimientos” (Kaplan, 1996: p. 15). En este sentido, ser
maestro o profesor replica el hecho de estar constantemente aprendiendo y
aprender nos invita a revisar el devenir cotidiano. ¿Qué cosas han sido
positivas, inspiradoras? ¿Cuáles no han salido como esperábamos? Estos y
otros interrogantes se responden ejercitando la observación y
dialogando con alumnos y compañeros a fin de resignificar la palabra del
otro e incorporar al transcurrir del aula. Quien enseña y quien aprende
es un sujeto pedagógico que se enriquecerá con el intercambio. Sin
embargo, son muchas las veces en las que profesores y maestros hacen de
su rol un régimen de poder. Las escuelas protagonizan discursos que
anhelan un pasado que ha sabido ser mejor, con alumnos mejores y padres
mejores. Pero, esas voces no se plantean cómo son ellas hoy. Suelen
perpetuarse en el tiempo con un mismo modus operandi y se culpabiliza a los estudiantes. Se necesita ir más allá.
Existen
otras cuestiones a tener en cuenta en la docencia. El maestro pide
silencio, pide atención, pide respuestas. Se olvida de lo que ha
significado ser niño o adolescente. Busca regir temporalidades y hábitos
desde su única visión. Es indispensable ver con el otro, contenerlo
dentro de la lógica de la clase, abrazar su trayectoria. Diariamente, la
enseñanza se desenvuelve en una instancia de tensión. Lo que no quiere
decir que sea algo negativo. Da cuenta de la gran responsabilidad que
asumimos al enseñar y de las variables que conlleva.“Infancia y adolescencia son construcciones históricas que se configuran y se desplazan una y otra vez” (Lewcowickz, 2003: p.126).
La paradoja está en poder ver que los protagonistas de estos
desplazamientos siempre se encuentran conjugando una asimetría
pedagógica que los posiciona en un lugar de inferioridad, carente de voz
autorizada. Es por eso que la legitimidad de la razón termina sobre
adultos que no pueden desandar su camino y entender al otro.
Deconstruir el aprendizaje
Socialmente,
modos ya inscriptos operan sobre la visión de los procesos de
enseñanza: niños y adolescentes que deben aprender en silencio, en
tiempos específicos, dando cuenta de ciertos contenidos, comportándose
de determinadas maneras. ¿Esto realmente es así? Carina Kaplan habla de
“actos de nombramiento” con intención performativa. Nuestras aulas son
un pequeño reflejo del universo social. Sabemos que los estereotipos y
preconceptos abundan entre los chicos, en la calle, en los medios. Y
enseñar no solo implica transmitir conocimientos teóricos para habitar
el mundo, sino brindar las herramientas necesarias para ser en el mundo.
Para ello, debiéramos de pensar cuál es la mejor manera de
transmitirlos. Es muy fácil relajarse en el conformismo de la tarea
repetitiva, la que se lee del manual, la que se usó siempre, pero
también es peligroso. Corremos el riesgo de perpetuar el pasado por el
pasado mismo, porque ya se ha hecho, porque es lo que siempre sucedió.
Y, desde este lugar, no albergamos al presente ni tampoco al futuro.
Los diseños curriculares quieren ofrecernos propuestas renovadoras, pero siguen construyendo su discurso desde una posición unívoca, las escuelas quieren transformaciones y reproducen estereotipos, los docentes quieren que sus alumnos progresen, pero se siguen rigiendo por calificaciones taxativas.
Para
construir el verdadero aprendizaje, se necesita replantear las
distintas aristas que componen la docencia de manera integral. No
podemos esperar que el cambio venga de afuera, porque es desde afuera
que se buscan consolidar modos de habitar, y como profesores y maestros
tenemos el deber de abrir puertas para que los chicos puedan elegir. En
este sentido, si entendemos que la posibilidad de elegir está
estrechamente vinculada a la de conocer y aprender, que es menester de
quien enseña acercar ese conocimiento, ese aprendizaje. No todos
accedemos a él de la misma manera ni con los mismos tiempos. Las
trayectorias escolares siempre son diferentes y debemos estar atentos a
ellas. Sin embargo, mientras se siga consolidando una docencia que asuma
su rol en tanto relaciones de poder, procesos uniformes y discursos
hegemónicos, estaremos lejos de un acto transformador. Todas las
reflexiones realizadas con anterioridad plantean a una escuela anclada
en el pasado. Hacer la diferencia requiere de un acto interno. Afuera
está lo que se quiere imponer, lo que se supone, prejuzga. Quienes
estamos adentro poseemos la oportunidad de conocer de otra manera la
realidad estudiantil y, gracias a eso, la posibilidad de hacer de la
currícula, la evaluación, la relación con el alumno, en una palabra, de
la enseñanza, algo distinto.
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