miércoles, 22 de mayo de 2019

Repensar la enseñanza, el aula, la escuela


Escribe: Ayelén Reyes

Desde sus comienzos, la escuela siempre se ha establecido como un espacio de aprendizaje en el que se vuelve indispensable la certificación de saberes. En este sentido, distintas han sido las estrategias que se han tomado para el cumplimiento de dicho objetivo. Podemos referirnos a las políticas en torno a los contenidos a impartir, los diseños curriculares, la construcción de la autoridad docente, entre otras cosas. Todas ellas, en muchos casos, basadas en los requerimientos que se imponían desde la sociedad o, mejor dicho, desde los requerimientos que ciertos sectores sociales suponían adecuados para las generaciones futuras. Bajo esta perspectiva, sería interesante pensar en qué lugar se han encontrado y se encuentran aún hoy los niños y los jóvenes de nuestras escuelas y cuál es el papel que desempeñan como partícipes del acto pedagógico. Porque claro está que la posibilidad de construir instancias de aprendizaje significativo radica en la importancia que se les asigna a los alumnos como sujetos de aprendizaje y productores de conocimiento.

El curriculum escolar

Los sistemas escolares surgieron en los siglos XVIII y XIX como respuesta a las necesidades que los Estados tenían de regular y fortalecer sus poblaciones, y de modelar y orientar las conductas de los individuos en las nuevas condiciones políticas y demográficas europeas” (Palamidessi, 2006: p.132). En este sentido, preguntémonos en torno a nuestro presente, al modo en que aún, en nuestro país, se perpetúa esta concepción. Una primera mirada al respecto se encontraría ligada a los tipos de escuelas que pueden habitarse.
Discursivamente lo que se busca es una escolarización democrática, a la que todos puedan acceder, en la que no haya impedimentos para aprender. Sin embargo, sabemos que no es así.
No todas las escuelas son iguales. Y esto no se refiere al tipo de orientación, sino al acceso a la educación. A primera vista, sabemos que existen muchas instituciones estatales con grandes carencias a nivel infraestructura, material pedagógico o sin los recursos adecuados para hacer frente a las problemáticas sociales que atraviesan. Aquí, ya nos encontramos con una decisión política en torno a la escolarización: la falta. Una falta que no se refiere a la educación privada, a la que se debe pagar. Una falta que posiciona el aprendizaje en un segundo plano, donde los contenidos quedan desplazados y quienes debieran aprender quedan relegados y cautivos de decisiones ajenas. No acceden a la posibilidad de ser protagonistas. ¿Cuáles son los aprendizajes que albergarán? Porque es probable que aquello que recuerden esté vinculado a las carencias, a lo que no se puede.
Por otro lado, podríamos hablar de los contenidos curriculares específicamente. ¿Quiénes los construyen? ¿Con qué criterios? Con el afán democratizador, un diseño curricular uniforme llega a las escuelas, a todas. ¿Son tenidas en cuenta las singularidades de cada región? La propuesta de un curriculum homogéneo nos muestra la falta de interés social en quienes necesitan aprender. ¿Cómo pretender una misma caja curricular, por ejemplo, en materia de lecturas, para toda una población? Y más allá de esto, ¿en qué medida los intereses de los estudiantes son tenidos en cuenta? ¿Cómo alentar el aprendizaje escolar sino se contempla los deseos ajenos, las inquietudes? Es así como “el origen de los conocimientos escolares termina estando fuera de su ámbito. Su existencia se vuelve independiente a la institución educativa y la escuela se transforma en distribuidor de conocimiento, más que un fabricante del mismo” (Stenhouse, 1991, pp. 35-36).
Además, es interesante reflexionar sobre la temporalidad del aula. Reconocer las trayectorias teóricas y las reales. La escuela da cuenta de plazos estipulados a cumplir. Quien no pueda recorrerlos queda fuera. Allí es donde aparece la habilidad del docente para traducir los diferentes niveles de aprendizaje de manera concreta en la programación, para poder abarcar las trayectorias diferentes de quienes integran el aula, romper con el orden único y reconocer las peculiaridades de cada sujeto. Sin embargo, el tiempo vuelve a estar en su contra. Es necesario acompañar las trayectorias de aprendizaje para que sean exitosas, pero ¿de qué manera? Las aulas quedan a la deriva.

La evaluación

La evaluación se configura como una forma de valorar el quehacer de los alumnos. Pero, muchas veces, las prácticas evaluativas están ligadas a la autoridad, a formas de control que afectan negativamente las biografías escolares de los estudiantes, cuando debería poder entenderse como una etapa formativa y enriquecedora. La evaluación es netamente valoración, pero tiende a ser unilateral. Es decir que no pareciera existir una instancia en la que los alumnos pudieran valorar y resignificar lo realizado. Lo que queda es la calificación y allí se agota.
Las evaluaciones debieran ser una instancia formativa. Los métodos evaluativos crean jerarquías, estereotipos y es por ello que se vuelve vital contemplar la evaluación bajo su aspecto formativo.
Sin embargo, para que esto suceda necesitamos que se construya una verdadera “pedagogía diferenciada basada en una política perseverante de democratización de la enseñanza” (Perrenoud, 1990: p.18). No una democratización igualadora y uniformarte, sino una a la que le sea posible incluir en la diferencia. La evaluación da cuenta de una instancia clasificadora que encajona con criterios específicos, que fija formas de medir el conocimiento. Sin embargo, es paradójico pensar en parámetros restrictivos cuando las maneras de recorrer el aprendizaje son tan diversas. Es paradójico ver cómo las maneras de evaluar se repiten y, tal vez, ese modo no vaya en consonancia con el contenido. Para los alumnos, reflexionar sobre el conocimiento producido por ellos mismos es vital. Es necesario resignificar lo realizado para avanzar y muchas son las veces que la escuela presenta la evaluación como momentos aislados e inconexos. Para formar en la evaluación, debemos fomentar etapas de trabajo colaborativo y de reelaboración. Podemos aprender de manera autónoma, pero nos hallaremos más enriquecidos si aprendemos a mirar al otro, a mirarnos entre nosotros.

Alumnas, alumnos y docentes: sujetos pedagógicos

Cuando nos referimos a sujetos pedagógicos en general, la mirada se posiciona sobre alumnos que exclusivamente se encontrarían aprendiendo, construyendo el conocimiento. Sin embargo, esta mirada es errónea. La tarea docente se desarrolla con el otro, y la del alumno también. Muchas son las variables que necesitamos contemplar para pensar la educación en la escuela. Hablemos, en principio, de entender la tarea docente como de docentes y estudiantes. “Es decir, un trabajo sobre sus/nuestras historias, sus/nuestros sueños, sus/nuestros miedos, sus/nuestras historias familiares, etc.” (Frigerio, 2006: p. 323). La institución escuela cree abarcar un saber consolidado sobre niños y jóvenes y brinda a los docentes un plan a seguir con estructuras determinadas. Pero, en el hacer cotidiano hay mucho más.
Comprendamos la práctica de enseñanza como una tarea que, continuamente, se proyecta sobre otro. Desde su comienzo, es un proceso colectivo.
Esto da cuenta de la imposibilidad de constituirse en soledad, de un caminar acompañado. El ámbito educativo materializa el interés por quien aprende y sienta una responsabilidad sobre los docentes por los éxitos y fracasos de sus alumnos. Porque tal como dice Carina Kaplan, dicha tarea “implica desafiarnos a no mirar solo los resultados, sino a analizar los pasos, las estrategias desplegadas para lograr el éxito o el fracaso (…) Aproximarnos a los procesos que facilitan u obstruyen ciertos rendimientos” (Kaplan, 1996: p. 15). En este sentido, ser maestro o profesor replica el hecho de estar constantemente aprendiendo y aprender nos invita a revisar el devenir cotidiano. ¿Qué cosas han sido positivas, inspiradoras? ¿Cuáles no han salido como esperábamos? Estos y otros interrogantes se responden ejercitando la observación y dialogando con alumnos y compañeros a fin de resignificar la palabra del otro e incorporar al transcurrir del aula. Quien enseña y quien aprende es un sujeto pedagógico que se enriquecerá con el intercambio. Sin embargo, son muchas las veces en las que profesores y maestros hacen de su rol un régimen de poder. Las escuelas protagonizan discursos que anhelan un pasado que ha sabido ser mejor, con alumnos mejores y padres mejores. Pero, esas voces no se plantean cómo son ellas hoy. Suelen perpetuarse en el tiempo con un mismo modus operandi y se culpabiliza a los estudiantes. Se necesita ir más allá.
Existen otras cuestiones a tener en cuenta en la docencia. El maestro pide silencio, pide atención, pide respuestas. Se olvida de lo que ha significado ser niño o adolescente. Busca regir temporalidades y hábitos desde su única visión. Es indispensable ver con el otro, contenerlo dentro de la lógica de la clase, abrazar su trayectoria. Diariamente, la enseñanza se desenvuelve en una instancia de tensión. Lo que no quiere decir que sea algo negativo. Da cuenta de la gran responsabilidad que asumimos al enseñar y de las variables que conlleva.Infancia y adolescencia son construcciones históricas que se configuran y se desplazan una y otra vez (Lewcowickz, 2003: p.126). La paradoja está en poder ver que los protagonistas de estos desplazamientos siempre se encuentran conjugando una asimetría pedagógica que los posiciona en un lugar de inferioridad, carente de voz autorizada. Es por eso que la legitimidad de la razón termina sobre adultos que no pueden desandar su camino y entender al otro.

Deconstruir el aprendizaje

Socialmente, modos ya inscriptos operan sobre la visión de los procesos de enseñanza: niños y adolescentes que deben aprender en silencio, en tiempos específicos, dando cuenta de ciertos contenidos, comportándose de determinadas maneras. ¿Esto realmente es así? Carina Kaplan habla de “actos de nombramiento” con intención performativa. Nuestras aulas son un pequeño reflejo del universo social. Sabemos que los estereotipos y preconceptos abundan entre los chicos, en la calle, en los medios. Y enseñar no solo implica transmitir conocimientos teóricos para habitar el mundo, sino brindar las herramientas necesarias para ser en el mundo. Para ello, debiéramos de pensar cuál es la mejor manera de transmitirlos. Es muy fácil relajarse en el conformismo de la tarea repetitiva, la que se lee del manual, la que se usó siempre, pero también es peligroso. Corremos el riesgo de perpetuar el pasado por el pasado mismo, porque ya se ha hecho, porque es lo que siempre sucedió. Y, desde este lugar, no albergamos al presente ni tampoco al futuro.
Los diseños curriculares quieren ofrecernos propuestas renovadoras, pero siguen construyendo su discurso desde una posición unívoca, las escuelas quieren transformaciones y reproducen estereotipos, los docentes quieren que sus alumnos progresen, pero se siguen rigiendo por calificaciones taxativas.
Para construir el verdadero aprendizaje, se necesita replantear las distintas aristas que componen la docencia de manera integral. No podemos esperar que el cambio venga de afuera, porque es desde afuera que se buscan consolidar modos de habitar, y como profesores y maestros tenemos el deber de abrir puertas para que los chicos puedan elegir. En este sentido, si entendemos que la posibilidad de elegir está estrechamente vinculada a la de conocer y aprender, que es menester de quien enseña acercar ese conocimiento, ese aprendizaje. No todos accedemos a él de la misma manera ni con los mismos tiempos. Las trayectorias escolares siempre son diferentes y debemos estar atentos a ellas. Sin embargo, mientras se siga consolidando una docencia que asuma su rol en tanto relaciones de poder, procesos uniformes y discursos hegemónicos, estaremos lejos de un acto transformador. Todas las reflexiones realizadas con anterioridad plantean a una escuela anclada en el pasado. Hacer la diferencia requiere de un acto interno. Afuera está lo que se quiere imponer, lo que se supone, prejuzga. Quienes estamos adentro poseemos la oportunidad de conocer de otra manera la realidad estudiantil y, gracias a eso, la posibilidad de hacer de la currícula, la evaluación, la relación con el alumno, en una palabra, de la enseñanza, algo distinto.

Bibliografía
  • ALVAREZ URIA, F. y VARELA J. (1991): Arqueología de la escuela. La Piqueta. Madrid Capítulo 1.
  • BOURDIEU, Pierre y PASSERON, Jean-Claude (2018) La reproducción. Siglo XXI
  • CARLI, Sandra (1999) De la familia a la escuela. Infancia, socialización y subjetividad Capítulo 1: “La infancia como construcción”. Santillana
  • FRIGERIO, Graciela (2006) “Infancias (apuntes sobre los sujetos)” En  TERIGI, Flavia (comp) Diez miradas sobre la escuela primaria Buenos Aires. Siglo XXI
  • KAPLAN, Carina. (1996) Buenos y malos alumnos. Descripciones que predicen. Aique. Bs. As
  • LEWKOWICZ, Ignacio (2007) “¿EXISTE EL PENSAMIENTO INFANTIL?” Cap. 8  en Pedagogía del aburrido
  • PALAMIDESSI, Mariano (2006). El curriculum para le escuela primaria: continuidades y cambios  a  lo largo de un siglo, en Diez miradas sobre la escuela primaria, Flavia Terigi (Comp). Buenos Aires, Siglo XXI Editores.
  • PERRENOUD, Philippe (1990). La construcción del éxito y del fracaso escolar, Madrid, Morata.
  • TERIGI, Flavia (2009). “Las trayectorias escolares. Del problema individual al desafío de  política educativa”. Coordinado por Patricia Maddonni. – 1ª. ed. Buenos Aires; Ministerio de Educación.
  • TERIGI, Flavia (2010).  “El saber pedagógico frente a la crisis de la monocromía”, en Educar, saberes alterados. Edit. Del estante; Buenos Aires.
    FOTO Portada: DYN/JAVIER BRUSCO

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